Confiar en el deseo
Ayer verbalicé un deseo del cual no era del todo consciente. Mi hermana, que no vive en España, me decía que iba a dejarme las cintas, pegatinas y demás materiales de envolver regalos que le habían sobrado, para que los use yo más adelante, ya que no tenía sentido que se los llevase de regreso en la maleta.
Le dije que eso contaba como regalo de Navidad extra porque siempre he querido —sin decirlo a nadie— tener una estación de artículos para ese propósito u otros propósitos manuales no identificados. Quiero un mueble antiguo de farmacéutico con muchos cajoncitos llenos de cintas, papeles de carta de diferentes tamaños, washi tapes, rotuladores, además de esto:

Es un deseo muy específico, y no sé qué piensas tú, pero creo que vale la pena albergarlos aunque en realidad en el día a día nos resulte un tanto ajeno, alejado, y no nos de tiempo de ser esas personas. Otro ejemplo en mi caso, es haberme autorregalado un libro de recetas al que le había puesto el ojo desde hace muchos meses cuando en verdad este año (2021), he cocinado muy poco.
Sin embargo, decía que creo en que vale la pena albergarlos porque los deseos nos informan. Aun cuando nos creemos estancadxs o desviadxs, nos dan pistas como las huellas de un jabalí en la montaña, pero tal vez exactamente en el sentido contrario. Mientras más específico el deseo probablemente sea mejor —¿quién soy yo para afirmarlo?—.
Generalmente suelo criticarme por no estar amortizando la compra del libro de recetas desde el día uno pero hoy, en cambio, voy a ver el deseo; clavar mis ojos en su centro, como si se tratara de una luciérnaga atrapada en una lámpara. Escuchar el deseo, atentamente y leer de este, la forma que tiene el futuro, como si cualquier deseo fuera el deseo más relevante, fuera la clave perdida de un caso cerrado, que ya nadie encuentra porque no la andan buscando. Confiar en el deseo como si dijese algo en voz bajita sobre mi identidad secreta, incluso aún secreta para mí.
Prosa Ojerosa
Animales de fábula
En un libro que leí hace unos meses la autora decía que de pequeña, cuando le preguntaban qué animal le gustaría ser, siempre contestaba tortuga. Se pregunta a ella misma si es porque tal vez la tortuga siempre está en casa. Porque inclusive entonces, ella prefería estar en casa todo el tiempo. Tal vez lo decía con la esperanza de cargar con su casa en la espalda, si se piensa en casa como un capullo donde escribir y estar bien.
Me identifico con la autora porque yo también fui una niña casera. Sin embargo, nunca llegué a tener la lucidez de identificarme con un animal tan acertado. Hace casi 8 años, cuando me entrevistaron para este trabajo, me dieron veinte minutos para crear una presentación y responder en esta, 10 preguntas sobre mí. Una de las preguntas, por supuesto, era la del animal.
Solo podía pensar en los animales vetados; como por ejemplo, el tiburón por agresivo, el delfín por cliché, el gato por su mala fama, así que terminé diciendo perro por lo mencionado anteriormente, su domesticidad. Ignoro hasta la fecha si mi respuesta fue correcta y creo que si hubiese dicho tortuga hubiese sido mucho más cercano a la verdad, pero no se me ocurrió.
Pensándolo en perspectiva, no sé cuánta importancia tendría la pregunta del animal en relación a las otras nueve preguntas, pero es evidente que me hubiese restado puntos haber sido honesta. Sea cual fuere la razón de ser de la empresa, nadie quiere al animal que llega de último a los objetivos de venta, los plazos, los milestones, las deadlines, que por algo tienen la palabra muerte incluida. Nadie quiere al animal que llega más lento por muy a gustito que esté en su caparazón.
Pero se me da bastante bien intuir lo que es prudente o no decir; lo prudente siempre prevalece a lo contraproducente, sobre todo si lo último solo me impacta a mí. Es como un piedra, papel o tijera mal jugado; como conocer la elección de tu oponente cada vez y elegir la que te hace perder.
Llegados a este punto, cualquiera podría intervenir y decir que exagero cuando hablo de perder y al mismo tiempo ser elegida para el puesto. Pero todos en esta fábula llevamos trajes de zorro y corbata, ante todo hay que agradecer que se nos brinde un asiento en esta sala de gente astuta. La gente astuta, los zorros, tienen planes de carrera porque aquí todo va de correr, también de subir escaleras. Va de decir que no eres tortuga, ni tiburón, ni delfín y disfrazarte todos los días.
Prosa Ojerosa
La inocuidad de ser visible
“Todxs piensan que pueden ser mejor Kardashian que las propias Kardashians. Ahora lo ves, con estas apps, a todxs les encanta tener una audiencia. Todxs piensan que merecen una.”
~Jia Tolentino, Falso espejo
Cada persona allí fuera, tiene probablemente una idea diferente acerca del consumo de historias en Instagram; por ejemplo, habrá quien considera el círculo morado algo de consulta obligatoria, similar a las notificaciones del correo en números rojos, algo que debe ser “limpiado” al final del día. Habrá quien pase las historias despiadadamente con movimiento ágil del dedo pulgar y quien, por el contrario, sea capaz hasta de sacar del fondo del bolso los audífonos enredados para escuchar esto.
Lo anterior, como consumidorxs de historias, ahora, como generadorxs, lo que sí puedo afirmar con certeza, es que a toda persona que se pase por aquí para tener una “presencia online”, se le aconseja mostrar su cara. Y eso también suscita en emisorxs y receptorxs del mensaje variadas opiniones y reacciones.
He hablado con algunas emprendedoras digitales que lo tienen claro, es un no rotundo. Consideran que el mundo les hace una solicitud en extremo exigente y mezquina: la renuncia a su introversión a cambio de visibilidad y una posible monetización, que no sabremos nunca si realmente compensa.
¿Hasta qué punto renunciar a un rasgo de la personalidad es inofensivo? ¿Dónde está la frontera que una vez atravesada termina por desdibujarnos? Eso es la introversión, un rasgo de la personalidad, uno que nadie celebra.
De eso hablé más aquí.
En mi caso particular, el dilema de grabar videos en internet (sean efímeros o no) choca con algunos aspectos que van más allá del espectro de mi gusto personal. Estos aspectos no son pocos ni son fáciles de sortear, algunos que se me vienen a la mente ahora son:
1) Hablar lento se convierte en un problema. Y puede que este problema sea uno antiguo para ti, con el que has convivido desde que eras pequeñx y tenías que intervenir en clase, puede que, siempre te haya costado saber cuándo es el momento para interrumpir la verborrea de un interlocutor extenuante. Entonces, hablar en intervalos de quince segundos nos pone ante la necesidad de elaborar un mensaje eficiente. Lo que perdemos son los matices de una conversación, porque no estamos aspirando a conversar, estamos aspirando a ser escuchadxs ¿cierto?
2) Nos expone a nuestro reflejo adulterable, revisable, juzgable: ¿qué sabemos sobre conocer nuestro rostro a través de la cámara delantera de un teléfono y acostumbrarnos a que esa es nuestra apariencia?
3) Significa creernos a cada momento dignxs de abarcar ese espacio en el tiempo ajeno, reclamarlo, en el caso de las historias, frecuentemente. Y es con este último punto, con el cual tengo más conflicto, porque no puedo matizar como lo he hecho durante todo este texto, porque a pesar de todas las invasiones de Bezos y Zuckerberg sigo encontrando maneras, con mucho esfuerzo, de proteger mi tiempo y ¿no es injusto seguir pidiendo más del tuyo?
4) Implica tomarnos mucho más en serio de lo que a veces me gustaría; nuestro estilo de vida, “nuestra estética”, nuestro consumo:
“Incluso hoy, cuarenta años después, aquello le recordó a Belcebú, el primer coche de Marjorie, que compró por veinticinco libras en los años treinta. «¿Seguirían los jóvenes poniéndoles nombres graciosos a sus viejos vehículos?» se preguntó Letty. El sector del automóvil se había convertido en un asunto mucho más serio, poco tenía de divertido, ahora que el coche era un importante símbolo de estatus y podían pagarse grandes sumas de dinero por números de matrícula especialmente codiciados.”
~Barbara Pym, Cuarteto de otoño
Pienso que este es un buen momento para interrumpir mi monólogo, uno mejor para agradecerte haber gastado unos minutos recorriendo estos párrafos con los ojos, y todavía óptimo para preguntarte ¿qué otras sutilezas vas echando de menos? ¿Sigues poniéndole nombres a tus objetos?
Prosa Ojerosa
Elisa y la frivolidad
Si esta no es la primera vez que estás aquí, sabes que con frecuencia peco de nostalgia y de idealizar el pasado. Hoy 12 de octubre, el día que me estoy sentando a escribir estas líneas, sin duda no constituye el mejor día para hacer eso.
Nada que celebrar. Mucho que leer. Dos frases en forma de hashtags que leí esta mañana en la publicación de una librería que mostraba la pared llena de autoras latinoamericanas para ejercer la última. Si es que es verdad que se han puesto de moda mis coterráneas, enhorabuena por una moda que no incomoda.
¿Cuál ha sido la última autora latinoamericana que has leído? O, ¿aquella que siempre recomiendas? Creo que es importante pararnos a pensar en estos asuntos. Pararnos. Pensar. Vaya… ¿quién tuviera el lujo de juntar los dos verbos en la misma frase?
Asuntos como a quién leemos y a quién apoyamos con nuestro dinero, quién nos influencia y sí, tratar de equilibrar esa influencia. En el caso de que equilibrar sea una palabra muy fuerte, como si resultara en demasiado esfuerzo, quizás tengas razón, opto por quedarme en la premisa anterior; al menos “pensar” en ello.
A mí, como venezolana, me gustaría que el equipaje literario de la región, ese con el que viajo en la vida, fuera mucho más cuantioso de lo que en realidad es. Me atrevería a afirmar que muchxs latinoamericanxs, sienten lo mismo, en la ya tan nombrada admiración de lo europeo y lo estadounidense. Por eso es que me causa alegría no solo leer algunos de sus libros, no solo cuando una editorial rescata del olvido otra obra más, sino leer partes de sus biografías narradas por ellas mismas. Por ejemplo, si a Elisa Lerner le preguntan cuándo empezó a escribir:
“A los once años. A esa edad mi padre me regaló unos zapatos muy lindos, abiertos en la punta y adornados con una trenza que remataba en un lazo. Me pareció que aquellos eran zapatos de escritora y así se lo dije a mi padre: «Papá», le dije, «estos son zapatos de escritora. Ya estoy armada para ser una». Y a él le pareció muy bien. Poco después me compraron papel, muchas plumas y una máquina de escribir.”
Va a ser que tiene razón Camila Sosa Villada cuando dice:
“Alguien tiene fe en una, finalmente, y una escribe.”
Pero volviendo a Lerner me encuentro con una teoría que, de forma extrema, explicaría todo:
“«Es una escritora», dicen en las reuniones, «qué bien». Pero jamás llegan a los libros de la escritora. Para la sociedad venezolana el libro no existe, es como una piedrita perdida en el camino y no hay forma de que llame la atención de alguien. Los escritores somos los fantasmas de la casa venezolana; nuestras cadenas chirrían un poco cuando hay un premio y luego, de vuelta al silencio. Pero en realidad no existimos. En Venezuela sólo cuentan los libros de cocina y esa cierta frivolidad que consideran muy elegante los ricos recientes.”
¿No somos todxs incurrentes en la frivolidad? Si me permites que lo diga, y si me aferro a la acepción más general: frívolo(a) [persona] Que no concede a las cosas la importancia que merecen, no las hace con la seriedad, el sentimiento o el interés requeridos y solo piensa en el aspecto divertido o lúdico de la vida.
Diría que manejar la cantidad de noticias e información a la que tenemos acceso todos los días solo logra dejarnos frívolxs ante la vida. El lado lúdico vendría a ser representado por tiktoks de algún hombre con una camiseta en la cabeza y una canción que repite “oh no”. También, en mi caso, memes de perros y gatos.
Probablemente es la única manera o la más adyacente; la frivolidad es superficial y en la superficie evitamos ahogarnos aunque casi todo esté dado para que nadar sea difícil.
Pero creo que he encontrado en un ensayo de Cynthia Ozick que se llama “el ruido en la cabeza”, parte de la respuesta:
“el ruido en nuestras cabezas, ese incansable rumor interno de fragilidad, de esperanza, de trascendencia y de miedo, ¿dónde podemos encontrarlo en una época de máquinas que se dirigen a las multitudes y de multitudes que enloquecen por las máquinas? En el arte de la novela, en el aleteo del empapelado imaginario. Y en ninguna otra parte. (…) Alguien que pertenece a la generación literaria más joven, la más asediada por el periodismo del Ahora, esto debería maravillarnos: semejante decisión de dominar, con lo exacto y lo sublime, la desapasionada trivialidad de nuestra época.“
Esto lo escribió en 1993. Ojalá llegue a tiempo hasta ti.
En 1993 no existían siquiera como tal los “reality”, ni las redes sociales, y el periodismo del Ahora al que hace referencia Ozick no podía ser más “Ahora” que un tweet. Por lo que, el mensaje me sigue pareciendo relevante y mi planteamiento final, supongo que sería algo así: leamos a nuestrxs fantasmas antes de que las cadenas suenen, seamos frívolxs para salvarnos de una sobrecarga pero nunca para anestesiarnos del todo u olvidar nuestro rico y ancestral imaginario colectivo.
Prosa Ojerosa
¿Por qué da miedo escribir?
Escribir da miedo porque desenreda los nudos de la cabeza, los espaguetis que con elegancia llamamos sesos, se vuelven menos enrevesados y entretejidos, y se despejan caminos que luego hay que transitar, porque como sucede con todo lo visto, nunca se puede «desver».
Da miedo también porque hacerlo es enfrentarse a un deseo que se alcanza de a poco, como recoger setas cuando apenas ha llovido, y que inclusive tras haber acumulado lo que pareciese un buen abasto de palabras, en un momento dado, puede sentirse similar al aire que atajas cuando intentas pillar una imagen 3D con las gafas puestas. Es un acto de fe que requiere mucha de esta última, y que te enfrenta todo el tiempo a la pregunta para qué.
Para qué estoy haciendo esto, quién necesita más opiniones en el mundo, por qué creo que mi voz es importante. Es como dice Kathy, el personaje de la novela “Crudo” de Olivia Laing (el último libro que abandoné):
“Todo era siempre lo mismo, era el mundo hablando. No tenía sentido odiarlo, o sí, lo odiabas, pero hacerlo era más de lo mismo, sumar otra vocecilla petulante a un coro indecentemente multiplicado.”
La verdad es que sí abandono libros, a veces con la convicción de que volveré a ellos o como en este caso, con la certeza de que volveré a la autora. Pero eso no es importante en este momento.
Cuando nos preguntamos, o en este caso, cuando me pregunto para qué escribir, se me parece demasiado a otras preguntas que quizá parezcan igual de absurdas: para qué ver una película, para qué ir a un concierto, para qué tener esta conversación. Y si me instas a responder: para experimentar el proceso.
Para, como dice Patti Smith, rescatar un pensamiento fugaz del peine del viento.
O más mundanamente, para apuntarlo antes de que se vaya. Antes de que se diluya en el tamiz más rápido del mundo. Poseer esto o aquello. Aunque esto o aquello sea “solo” una idea, y ni siquiera termine por ser tuya en realidad.
Por la satisfacción de la purga verborreica. El proceso de observar, hacer de cualquiera un personaje.
Para admirar una cosa, o un par, o un millón.
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“Porque el mundo parece tan feo y entonces, hay belleza. ¿No es eso de lo que siempre escribo? De la belleza en la fealdad” ~Gayle Forman
La verdad es que como abandono libros a la mitad, a veces me abandono un poco a mí misma y dejo de escribir porque no hay un objetivo claro de márketing detrás, una acción de venta, vaya, ni siquiera una de intención de tráfico o visibilidad. La verdad es que…
“Todo es muy simple mucho
más simple y sin embargo
aún así hay momentos
en que es demasiado para mí
en que no entiendo
y no sé si reírme a carcajadas
o si llorar de miedo
o estarme aquí sin llanto
sin risas
en silencio
asumiendo mi vida
mi tránsito
mi tiempo”
La verdad es que sí da miedo, cuando te leen y cuando no te lee nadie.
¿Estás ahí?
¡Buh!
Prosa Ojerosa
Sin título ni frase clave objetivo
El día que me senté en la moqueta de casa a leer un atlas con seis años y el atlas me cubría todo el largo de las piernas, aprendí que Argentina es el fin del mundo si no das la vuelta entera. También supe que el traje tradicional de las señoras en Holanda lleva zuecos y que los suecos son nativos de Suecia; era rubita la muñeca con un pañuelo en la cabeza y un delantal, le gasté el color de la cara de tanto pasarle el dedo y lo quise arreglar con el creyón pero de la emoción me salió un garabato color naranja mucho más grande que la circunferencia de la cara -los libros no se rayan-. El día que me senté en la moqueta de casa a leer mi primera biografía fue la de Galileo Galilei que escogí sinceramente porque su nombre ya te da risa y en la lengua te da cosquillas. Es un señor, en toda regla, nacido en Pisa, que no se come porque es un lugar -dice mi papá-. Ese fue el mismo día de ‘una, dola, tela, catola’ por la noche y por la noche, con la luna afuera y yo arropada en hallaquita fue el día de -¡lo haré yo, clo,clo!- la gallinita colorada que también tenía su voz. El día que me senté en la moqueta de casa y quise saber de dónde vienen los niños, saqué ese libro de la estantería y a base de fotos en blanco y negro me di cuenta de que, a las que van a ser madres les sale mucho pello allí abajo, -pero mucho- y que puede ser de distinto color al de la cabeza, las fotos de cuando sale el bebé me las salté. El día que me senté a leer “Escalofríos” ya no estaba en la moqueta de casa, sino en un suelo fresco de granito en el cuarto de mi amiga Zoila, es el día en que escuchamos las Spice Girls en CD y los CDs sí se rayan, es un hecho de la vida misma. Este día se hace todo con música, se hace acompasado con mis amigas, quiero decir, al mismo tiempo que ellas y con su beneplácito; es el día que duró un verano y leímos el diario de Anna Frank con los Backstreet Boys de fondo, nos escribimos cartas con bolígrafos de gel y si es dorado o plateado sobre papel negro, le da mucho caché. El día que me senté a escribir sobre mi primer concierto, fue porque mi mamá me dio la idea, de lo contrario no se me habría ocurrido y no lo distinguiera de los demás a los que he ido. Al pedirme esto, entiendo que me quiso decir que es importante vivir y asimismo recordar. El día que me senté en un tren a escribir en mi primer diario de viajes que ella me dio a elegir, vi que para recordar había que registrar y para saber qué registrar, intenté ver con ojos nuevos las cosas de siempre. El día que me senté a escribir en un chat llamado “Intertulia” todavía Yahoo no había sucumbido ante Google y pensé que era mucho más fácil gustar porque por escrito era mi yo más ocurrente, fue el mismo día que me invitaron a salir y me negué alegando que iba a llover. Que las palabras no te vuelvan a proteger de vivir -me dije- pero sigue siendo un error que frecuentemente cometo. El día que me senté a intentar mantener nuestra relación viva por e-mail duró mucho más de veinticuatro horas, pero cuánto me alegro de haberlo hecho. Entendí que las frases nos hicieron las veces de hamaca en las que pudimos acostarnos, que estas tienen forma de paréntesis y nos dieron un descanso de lo que por el contrario es una relación en sus comienzos, dos seres con mucha prisa. El día que me senté a escribir esto no sabía que podía escribirlo y así pasa cada vez, sin embargo, me siento a escribir y a leer. Descanso en frases. Me escondo detrás de las palabras cuando en verdad mi intención era pronunciarlas. Gusto más, gusto menos, como la eñe, como la k. Debo registrar. Quiero recordar.
Prosa Ojerosa
PD: Texto escrito para uno de los talleres de Amalia Flores quien con su talento, guía y habilidad para construir redes sostenedoras y amables, forma parte sustancial e irreemplazable de mi fortuna durante estos dos años de Prosa. Es a ella y al grupo maravilloso de Lavanderas a quienes les debo una práctica más frecuente de la escritura y por si fuera poco, una confianza mayor en que puedo hacerlo y es bueno que lo haga. Gracias, amigas.
Temas de peso
Hace mucho que quiero escribir temas de peso, que es como decir que quiero hablar de cosas importantes pero se suele decir así; “de peso”. Entonces inevitablemente comienzo a ponderar que el peso se ha venido a menos, ha perdido peso el peso y lo felicitarían si lo vieran por lo calle, asumiendo que está en un buen momento, una racha de fuerza de voluntad, porque pesar se ha vuelto menos y menos deseable. Somos raras las personas felicitándonos por la fuerza exacta que ejerce la gravedad sobre nuestros cuerpos, y estos mismos contra el suelo.
Pero hablar sobre temas de peso generalmente te mete en camisa de once varas, que es por lo que pude averiguar, una especie de ceremonia de adopción en el que hacían que la desafortunada criatura entrara por la manga y saliera por el cuello de una camisa grande como simulando un parto, -¿cómo de grande?- De once varas, que era una medida por aquellos tiempos medievales.
Y entonces esta complicación innecesaria y poco recomendable que es “entrar por la bocamanga y salir por el cabezón” y que viene a ser la misma expresión pero de otra forma, es lo que estoy tratando de evitar al seguir dándole rodeos a esto que quiero decir:
No voy a felicitar a nadie más por volverse más ligerx. Y no lo haré no porque no requiera esfuerzo y no entienda lo que le ha supuesto, sino porque no quiero participar en esta medida. Ya no mediré en varas y si es posible, tampoco en kilos el cuerpo.
Una vez me dijiste que el ojo humano es la creación de Dios más solitaria. Cuantas cosas del mundo pasan a través de la pupila sin que retenga ninguna. El ojo, solo en su cuenca, ni siquiera sabe que hay otro, idéntico a él, a menos de tres centímetros de distancia, tan hambriento, tan vacío. Abriendo la puerta principal a la primera nevada de mi vida, dijiste en un susurro: -Mira.”
Esto lo escribió Ocean Vuong en “En la tierra somos fugazmente grandiosos” que nueve meses después de leerlo, sigue petándome el cerebro con su construcción de frases. Lo escribió él y en él me gustaría inspirarme para decirle a tu ojo que te retuviera, se fijara en ti y te susurrara más de un piropo al día para balancear todo lo que verá, leerá y le hará creer que es adverso.
Reality Check
Hace un par de párrafos ya quienes estuvieran en régimen de dieta restrictiva o en un plan de ejercicios con el objetivo de adelgazar, habrán cerrado esta entrada probablemente viendo esta tan solo como una provocación extremista, una falta de contacto con la realidad por mi parte; como si yo misma no pudiera entender por qué querríamos ser delgadxs, como si yo misma no fuera consciente de que serlo tiene solo consecuencias positivas en la sociedad actual, que nunca seríamos más celebradas que cuando perdemos peso.
-Guka, ¿de veras solo tienes diez años? -¿De qué años hablas? -De los tuyos, ¿cuántos tienes? -Pues no lo sé! Solo sé contar con los dedos hasta diez. Es que las mujeres no nos ocupamos de eso… Es mi padre quien sabe cuántos años tengo. Más adelante me di cuenta de que Guka no era la única que no sabía su edad. Ni su madre ni las vecinas sabían contar. Tampoco les importaba cuántos años tenían; solo les interesaba su peso, pues la gordura era símbolo de belleza en el desierto, con independencia de la edad. Diarios de Sahara ~ Sanmao
Aunque no creo que fuera su intención exacta y ni de cerca es el tema principal de estos diarios, a Sanmao le hizo falta solamente un párrafo para pintar la foto de la interseccionalidad (en este caso intersección de marginalización social y sexismo). Y en mi interpretación libre me parece cabría agregar aquí mismo que, aunque ahora sea por la delgadez, es la belleza la que continúa siendo una manera de sometimiento. Y mira que me cuesta mucho decir esto, asociar una palabra en principio tan inocente como belleza a otra tan fea, tan pesada, cuando ni siquiera las palabras deberían serlo.
Querría ser lo suficientemente fuerte para decirte que no es tu obligación ser bella, justo ahora que habría que procurarse un cuerpo de playa, solo los verdaderos pesos pesados se atreverían a afirmar semejante atrocidad.
Prosa Ojerosa
Una ruptura y tres antónimos
Mi abuela materna era una mujer pequeña y cándida. Cuando el presentador del noticiero decía “Buenas noches”, ella lo saludaba con un “Buenas noches, hijo”
Leila Guerriero, «Teoría de la gravedad»
Entrañable. Como mínimo enternecedora, esa frase. Y me ha hecho pensar en la relevancia de parecernos a una mujer como ella, no tanto por su candidez sino por su implicación.
En un año en el que hemos tenido “el lujo” de ser hiperconscientes de su longitud y otras muchas veces, nos hemos sentido obnubiladxs por esta misma duración, me parece oler en el aire un aroma inesperada, una que, por definición de todas las aromas, nunca ves venir. Me refiero al aroma de la apatía.
Dime por favor si en algún momento de este trimestre, has sentido que te invadía o si son imaginaciones mías y que en consecuencia solo estoy, como hace cualquier ciudadana de a pie, extrapolando mis propias emociones. Tal parece que mientras más acontecimientos ocurrían, por un momento o por varios, nos sentimos, (me sentí pues) entumecida e insensible e incapaz de hacer algo más que responder autómata a las responsabilidades, a la programación habitual por la que me pagan.
Entonces, recurriendo a las palabras me di cuenta de algo atroz. Sin precedentes. La lengua nos falla para combatir este mal de mundo. Solo hay tres antónimos, obsérvalo tú mismx:

Quiere decir que ante tal desprotección y en una batalla donde los sinónimos nos ganan en número, espero logres sentirte aunque sea la mitad de días, como parte del bando ganador solo por seguir de pie.
Sin querer queriendo, me pasó algo que no planifiqué. Probar algo nuevo. Que es algo que nadie te advierte y que tendrás que buscar hacer por tu propia cuenta una vez creces; lo nuevo se vuelve escaso, escurridizo y a ratos atemorizante, por mucho que cueste admitirlo.
Esto nuevo que he probado quizá sea una opinión poco popular, pero es una que estoy dispuesta a sostener, aquí va: a pesar de que por años y años he sido usuaria premium de Spotify, siento que nunca llegó a conocerme lo suficiente y si necesitamos que algo funcione en esta vida es el algoritmo de nuestros proveedores de música, amén.
Hemos roto.
Así que probé Deezer, que es una app o ‘apepé’, como dirían algunxs contemporánexs…

…para escuchar música.
Resumiendo, Deezer ha sabido quién soy con muchos menos me gustas y listas de mi autoría, con mi indiferencia y escepticismo, sin mi dinero periódico, me recomendó canciones que le hablaron a mi yo más estresado, impasible y desalentado. Esta fue una de ellas. No hace falta saber portugués para entender cuando algo se siente bien. Mi parte favorita es cuando dice:
Quem canta seus males espanta
Lá em cima do morro ou sambando no asfalto
Eu canto o samba-enredo
Um sambinha lento e um partido alto
Así es como muy poco a poco, tirando de los libros antes de dormir, de playlists ensambladas por extrañxs y recomendadas por los infames algoritmos, así como del poco placer que pude recabar cuando no podía recordar más definiciones que me ampararan, fui recobrando el ánimo, que inestable y en un hilo, te presento aquí.
¿Cómo te ha ido a ti?
Prosa Ojerosa
PD: En el mismo día que yo preparaba esta entrada, una escritora estadounidense que se llama Haley Nahman, escribía esto:

Lo anterior me pareció extremadamente bonito y sentí la imperante necesidad de decirte que así estés en la etapa de ser la nevera o dejar todo derretir, estás bien, porque ser nevera justo ahora no quiere decir que no derretirás en algún momento y estar derritiendo en este momento, no es señal de que no congelarás de nuevo. Lo afirmo como si supiera y por mi misma necesidad de escucharlo.
(Puedes compartir esta entrada usando alguno de los botones que tienes aquí):
María Luisa y el «blue monday»
Es enero, hace frío y acabo de prender una vela con la esperanza de que me ayude a inspirarme y así poder escribir esta entrada de blog para la que cual tengo, a primeras, las ideas contadas.
Al traste ya. Dicen las reglas de SEO que la introducción, es decir, las primeras dos o tres líneas de una entrada, deben contener las palabras claves que la persona en cuestión buscará en Google para encontrarme. Está claro que no sé exactamente quién me busca, y eso, aquí y ahora, en nuestros tiempos, es delito. Dímelo tú, por favor, si es que lo sabes ¿para qué me buscarías?
Tampoco tendría que haber hecho referencia a ninguna época del año en aras de que el contenido se mantenga evergreen, siempre verde, pero estando tan cerca del Blue Monday, me voy a saltar esa recomendación también.
Este último término, según dicen, fue mencionado por primera vez y por tanto, se le adjudica a una empresa de viajes a inicios de los años 2000, que lo sustentaba en una tristeza implícita en el hecho de no poder viajar. Lo que desde 2020 conocemos como cada Monday.
Y para hacer la historia corta, pensando en la posibilidad de que 2021 fuera al menos durante sus primeros meses, un compendio de déjà vus, me he apertrechado (¿quién se atreve a conjugarlo rápido sin mirar?) contra la rutina para recordar que aunque los días se me parezcan entre sí, continúo respirando dentro de ellos.
Tal vez si nos atrevemos a mirar la monotonía a los ojos, esta no nos tiña más de sepia la existencia.

- Desde que empezó el año, busco ratitos (y rayitos) de sol como el de arriba y cuando los hay, me obligo a salir de casa para sentirlos más directamente.
- Todos los días antes de dormir, escribo unas líneas sobre ese día en particular y lo que más me gustó de él. Si no encuentro nada, pienso más fuerte.
- Me obligo a terminar de trabajar a una hora decente, excepto hoy, para que supieras todo esto.
- Volví a hacer algunas fotos, porque en el verbo ‘volver’ me reconozco, y si me parezco a mí, es más difícil sentirme extraña.
Pero no fue hasta que leí:
Luego comemos una lata de sardinas, naranjas con grandes sorbos de retsina, pan. Todos los días lo mismo y cada día una necesidad fresca de los mismos sabores.»
María Luisa Puga, «Inmóvil sol secreto»
…que me percaté de la pequeña posibilidad de amar lo esperable de cada día y de aliviar, si es posible, la sensación de estar haciendo marcas en la pared en dirección a un evento singular en el trimestre como quien cumple una condena el resto de los días; impostores, de poca monta.
Ella sigue:
Sé que uno se puede habituar a todo, de pronto creo que la repetición inyecta vida, lentamente, nada explosivo, a lo mejor podemos ser felices.»
A María Luisa Puga la acabo de descubrir, y según Erna Pfeiffer, ella le ponía especial ahínco a la descripción de los mínusculos, sutilísimos e imperceptibles cambios como un síntoma de vida, un indicio de que esta seguía, continuamente en movimiento.
Supongo que tiene razón María Luisa, y sobre todo estoy segura de que sabe de lo que habla, ahora no me viene la palabra, lo contrario a farsante, como yo a veces me siento, sino que predicaba con ejemplo: resulta que escribió su vida en 327 cuadernos, de 1972 a 2004, así que mucho llegó a saber de los beneficios de un ritual.

el cuaderno 183, foto tomada del archivo Nettie Lee Benson
Estos cuadernos fueron recuperados por su amiga la escritora Elena Poniatowska, quien escribió:
«María Luisa era alta, ponía su brazo sobre mis hombros y caminábamos juntas. Era mi pararrayos, mi paraguas, mi papá. Decíamos que cuando fuéramos viejitas pondríamos una mercería y que ella se sentaría en la caja (de esas de campanita, antiguas) y yo abriría los cajones con los botones y entregaría las agujetas, las presiones y los ganchos, el paspartú, el estrafor. (¡Qué chistosa palabra estrafor!) Cerraríamos la cortina a las siete y atravesaríamos la calle del brazo, con mucho cuidado y juntas nos daríamos el quién vive, juntas descubriríamos de qué tamaño son nuestras posibilidades de odio. Ahora, desde el 25 de diciembre de 2004, hace casi 11 años, lloro porque el mundo sin ella jamás volvió a ser igual y porque me encamino hacia mi propia muerte, ella no va a estar y todavía queda mucho por hacer y no sé si tendré la fuerza de hacerlo sin ella. Sin ella.»
Algunas sueñan con rutinas y otras tenemos rutinas para soñar.
Prosa Ojerosa
PD: Cabe la posibilidad de que, como yo, hayas quedado necesitadx de más María Luisa Puga, en ese caso, encuentra aquí su correspondencia con Isaac Levín, de regalo.