Ayer verbalicé un deseo del cual no era del todo consciente. Mi hermana, que no vive en España, me decía que iba a dejarme las cintas, pegatinas y demás materiales de envolver regalos que le habían sobrado, para que los use yo más adelante, ya que no tenía sentido que se los llevase de regreso en la maleta.
Le dije que eso contaba como regalo de Navidad extra porque siempre he querido —sin decirlo a nadie— tener una estación de artículos para ese propósito u otros propósitos manuales no identificados. Quiero un mueble antiguo de farmacéutico con muchos cajoncitos llenos de cintas, papeles de carta de diferentes tamaños, washi tapes, rotuladores, además de esto:

Es un deseo muy específico, y no sé qué piensas tú, pero creo que vale la pena albergarlos aunque en realidad en el día a día nos resulte un tanto ajeno, alejado, y no nos de tiempo de ser esas personas. Otro ejemplo en mi caso, es haberme autorregalado un libro de recetas al que le había puesto el ojo desde hace muchos meses cuando en verdad este año (2021), he cocinado muy poco.
Sin embargo, decía que creo en que vale la pena albergarlos porque los deseos nos informan. Aun cuando nos creemos estancadxs o desviadxs, nos dan pistas como las huellas de un jabalí en la montaña, pero tal vez exactamente en el sentido contrario. Mientras más específico el deseo probablemente sea mejor —¿quién soy yo para afirmarlo?—.
Generalmente suelo criticarme por no estar amortizando la compra del libro de recetas desde el día uno pero hoy, en cambio, voy a ver el deseo; clavar mis ojos en su centro, como si se tratara de una luciérnaga atrapada en una lámpara. Escuchar el deseo, atentamente y leer de este, la forma que tiene el futuro, como si cualquier deseo fuera el deseo más relevante, fuera la clave perdida de un caso cerrado, que ya nadie encuentra porque no la andan buscando. Confiar en el deseo como si dijese algo en voz bajita sobre mi identidad secreta, incluso aún secreta para mí.
Prosa Ojerosa